Música

Treinta años del disco Rata Blanca

Hoy lunes se cumplen tres décadas de la salida de un álbum fundamental para la cultura metálica: aquel que llevó al género a estándares de sonidos y calidad inéditos.

Un castillo encima de una colina y la luna llena recortando la noche. Así se presentaba en sociedad Rata Blanca, la banda que había formado el guitarrista Walter Giardino después de ser destratado y despedido de V8. Dentro de ese sobre se encontraba un vinilo que al ponerlo en el tocadiscos despedía un órgano de iglesia intenso y penetrante. Era el preludio de “La misma mujer”, primera canción del primer disco de un grupo que lo lanzó el 17 de diciembre de 1988 para elevar los estándares de la incipiente escena heavy metal argentina y también para introducir al género dentro de una cultura rock que acababa esa década de expansión popular admitiendo la belleza de la violencia que despedían esas guitarras monolíticas.

Se cumplen treinta años de un disco fundamental. Un disco que marcó una nueva manera de mirar y entender a la cultura heavy argentina. A sus sonidos y a sus gustos. Un disco que consagró a Rata Blanca sobre todo desde lo artístico, ya que desde lo comercial eso le compete más al siguiente, Magos, espadas y rosas. Un disco fabuloso que consagró a Rata desde lo artístico, pero al mismo tiempo la condenó desde lo simbólico. El disco insinuó un camino determinado y generó una expectativa en ese sentido que luego fue modificada en función del éxito generado por la primera era Barilari. Gran parte de los cuestionamientos que pudo recibir la banda de allí en más fue por culpa de ese gran disco llamado Rata Blanca, una verdadera joya no sólo de la discografía heavy argentina, sino de la cultura rock en general.

El disco Rata Blanca le ofreció a Argentina algo que aún no se había visto ni oído. Un álbum furioso inocente y sincero que entregaba en media hora una calidad y una madurez inesperada para un trabajo debut de una banda sub25. Entre esa voz rara pero cautivante de Saúl Blanch y las orquestaciones de Walter Giardino, el primer guitar-hero del heavy Argentino. Un tipo que en el disco luce virtuoso, arrebatado, elegante, obsesivo, soberbio. ¿Para ser un héroe de la guitarra hay que ser fanfarrón? Para algunos esto último supone una ordinariez, una actitud reprochable. Para otros, en cambio, resulta la manifestación de la confianza en los propios atributos, despojándose de falsas modestias.

Giardino impuso un estilo propio luego de ser rechazado por uno ajeno. Como toda pasión, la bronca también es un motor del arte. Y en este caso funcionó como impulso creativo para afrontar una revancha disfrazada de desafío. “Para ser feliz hay que ser valiente”, reconoció el guitarrista en 2013, poco antes de rearmar la formación original de Rata para unos shows conmemorativas en el microestadio Malvinas Argentinas.

El disco debut fue algo así como el duelo final de la fallida experiencia en V8, banda de la que Giardino marchó tras sentirse despreciado. “Miguel Roldán me dijo que estaba loco si pretendía que ellos tocaran eso. Ese fue el principio de mi despedida”, explica Giardino, quien duró en V8 el tiempo que Roldán -el otro guitarrista de la banda- tardó en revelarle lo que podía suceder con las cuatro canciones que había él compuesto para el grupo.

Su amigo Roberto Cosseddu (por entonces bajista de Kamikaze) lo notó desalentado y le recomendó grabar un demo con esas composiciones para enviarlas a los estudios Abbey Road, donde el por entonces bajista de Kamikaze tenía algunos contactos generados en los viajes que él realizaba a Europa para munirse de los vinilos que luego vendería en Music Shop, su disquería en el barrio porteño de Flores. “Después de V8 me parecía muy difícil continuar intentando cosas en Argentina porque no veía mucho entusiasmo en el heavy, pero después de la sugerencia de Roberto me la rebusqué para armar una banda y grabar esos temas”, cuenta Giardino.

El primero que apareció fue Gustavo Rowek, baterista de los dos primeros discos de V8 y autor de “Destrucción”, su canción trascendental, quien en simultáneo estaba armando con Osvaldo Civile –otro exV8- la protohistoria de lo que luego sería Horcas. El círculo lo cerraron el cantante Rodolfo Cava y el bajista Yulie Ruth, a préstamo desde Alakrán. Esa formación sin nombre grabó “Chico callejero”, “Rompe el hechizo”, “Gente del sur” y “La bruja blanca”, las cuatro canciones que Giardino había compuesto originalmente para V8.

El resultado entusiasmó a Rowek, quién abortó sus planes con Civile y convenció a Giardino de trabajar juntos en la continuidad de ese proyecto. “Gustavo me dijo de intentar algo más, pero teníamos que volver a buscar músicos, porque Rodolfo (Cava) y Yulie (Ruth) solo habían estado por el demo”, recuerda Giardino, quien por ese entonces ya se estaba vinculando con Saúl Blanch, ex cantante del grupo de hard rock Plus. “Un día lo ví a Sergio Berdichevsky tocando la viola en la banda WC y me gustó su energía y su parada arriba del escenario; y por medio de él conocimos a (el bajista) Guillermo Sánchez en el Stud Free Pub de Belgrano, en una de esas noches de rock”.

El grupo debutó en agosto de 1987 en el Teatro Luz y Fuerza con un despliegue escenográfico impactante gracias a la colaboración de Federico Rowek, padre de Gustavo y director de iluminación del Teatro Cervantes. Pero Saúl Blanch cantó un show más y se retiró de la banda. Lo sustituyeron sin éxito el platense Carlos Périgo (que dejaría la letra de “Días duros”, grabado en el exitoso disco Magos, espadas y rosas), nuevamente Rodolfo Cava y Shito Molina, quién se queda sin voz a poco de grabar el primer long play.

Apremiados por los tiempos y los compromisos con la discográfica, Giardino y Rowek vuelven a solicitar los servicios de Blanch, quién le pone la voz a siete de las nueve canciones grabadas. Las otras dos, “Preludio obsesivo” y “Otoño medieval”, son de carácter instrumental y aparecen firmadas por Roberto Conso, quién según un corrillo de fuerte circulación figuró en el crédito para cobrar una deuda que la banda mantenía con él. “Eso no es cierto”, aclara Giardino. “Era un productor que trabajaba con nosotros y al que le obligaron exigirnos esa cláusula de incluirlo en los créditos, aunque con el tiempo tampoco me devolvió los temas. Por supuesto que no tuvo nada que ver con esa composición. Creo que si le colgás una guitarra y le pedís que toque “Preludio obsesivo”, se queda haciendo puchero con la púa entre los dedos”, dice, entre risas serias.

¿Cuántos argentines que aprendieron a tocar la guitarra no soñaron con sacar “Preludio Obsesivo” para lucirse? En la cadena evolutiva de las incorporaciones culturales, las canciones pasan a un estadio superior no sólo cuando mucha gente las cantan o las saben, sino también cuando muchos las valoran como algo digno de ser aprendido. Cualquiera que toque un instrumento elige para interpretar aquellas canciones que lo hacen vibrar profundamente y le movilizan sensaciones positivas.

El disco fue grabado entre el 10 y el 22 de agosto de 1988 con equipos prestados de las bandas Lethal y Sabotage, y se gastaron alrededor de 3 mil dólares. En la tapa, como ya se dijo, aparece el castillo sobre la colina y delante de la luna. Y en el dorso forma en una fotografía blanco y negro un quinteto que jamás volvió a repetirse, ya que poco después de la salida del álbum Saúl Blanch abandonó la banda, dándole lugar a Adrián Barilari y la era de éxito furioso.

Más que un vinilo, aquel disco era una piedra preciosa genuina con encastres más o menos evidentes, definitivamente más cercanos al homenaje y la relectura reverencial que a la copia por la copia misma, tales los casos del riff a lo Accept de “La misma mujer”, la guitarra cabalgada de “Solo para amarte” con el mismo sincope de Blackmore en “Highway star”, las intervenciones poseídas por el espíritu de Yngwie Malmsteen en “Rompe el hechizo” o los falsetes dignos de Rob Halford a los que Blanch fue capaz de llegar en “El último ataque”, una de las canciones más notables de toda la discografía de Rata.

Canciones de extensiones inéditas, ocho minutos -el doble que V8 o Riff-, pasajes de gran riqueza armónica, compositiva e instrumental y la orientación hacia cierta prédica fantástica con hechizos, castillos, gitanas y demás argumentos medievales. Walter Giardino introdujo en la cosmogonía doméstica una literatura clave del heavy anglo pero hasta entonces inexistente en la escena argentina.

Las excepciones a esto son “Gente del sur” y “Chico callejero”, únicas referencias explícitas al contexto político y social. El primero habla sobre la Guerra de Malvinas y el otro reivindica a la juventud disidente. Si bien el diálogo o el registro del disco con el tiempo y espacio se reduce sólo a esas dos canciones, entre ambas se traza un eje interesante que va desde la crítica a la violencia de Estado a la necesidad de cuestionar un orden establecido que por ser democrático no significa nada en sí. El disco es producto de una juventud que labró su identidad entre las necesidades y urgencias de la posdictadura. Tribulaciones que casi que pueden sentirse en el propio sonido del disco. Precario pero filoso, limitado pero chispeante. Urgente y furioso. La falta de recursos terminó dándole al disco una ambientación tan encantadora que el mismo Giardino rechazó volver a grabarlo cada vez que se lo propusieron.

Cuentan que para renovarles el contrato, la discográfica Polygram les exigió vender al menos cuatro mil copias en el semestre siguiente al lanzamiento. Después de presentarlo el 17 de diciembre de 1988 en el Teatro Alfil, el número fue cuadriplicado y Rata se ganó el derecho a grabar su siguiente álbum, para el cuál ya tenían casi todas las canciones de antemano. “Era una etapa muy creativa, al punto que cuando grabamos el primer disco ya teníamos casi todo el material del segundo”, apunta Giardino. Se trata de Magos, espadas y rosas, ya con Barilari a la voz de una época de ascensos frenéticos y alcances masivos. De centenas de shows y giras por año, también de éxitos radiables como “Mujer amante” o “La leyenda del hada y el mago”, playbacks en Ritmo de la Noche o recitales en el circuito de bailantas como atajo para sortear la escasez de salas roqueras.

La Biblia junto al calefón, o al menos eso les hicieron creer quienes pusieron en duda su reputación y su legitimidad, viciando de nulidad los alcances artísticos del grupo en virtud de ciertas concesiones que se prejuzgaban improcedentes. “Nos banalizaron estúpidamente, como si la banda era sólo un tema o si había llegado adonde llegó por haber tocado en el programa de Tinelli”, dispara Giardino con la misma inclemencia con la que hizo chillar las cuerdas en un disco que cumple treinta años pero será eterno.

Fuente
Juan Ignacio Provéndola
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