Música

El Salmón, 25 años después: el delirio creativo que cambió para siempre la música argentina

En el año 2000, Andrés Calamaro sorprendía al mundo con una obra sin precedentes: El Salmón, un disco quíntuple con 103 canciones nacidas de un encierro tan febril como caótico. Un cuarto de siglo después, esa hazaña sigue desconcertando a la industria y conmoviendo a quienes alguna vez buscaron en la música una forma de desahogo, rebelión o libertad.

Andrés Calamaro no eligió el camino fácil. A fines de los ’90, cuando la industria musical pedía hits y formatos digeribles, él decidió aislarse del mundo, encerrarse con su guitarra y grabadora, y escribir hasta desbordarse. Lo hizo durante tres meses, durmiendo poco, consumiendo mucho —según sus propias palabras— y dejando que las canciones fluyeran sin filtro.

El resultado fue tan colosal como inesperado: El Salmón, cinco discos con 103 temas inéditos. Una apuesta tan excesiva como personal. Una especie de manifiesto artístico que rompía con todas las convenciones del mercado.

“No fue una idea, fue una necesidad”, dijo alguna vez Calamaro. Y en esa frase se resume el espíritu de un proyecto que nació más de un impulso que de un plan.

El contexto: un músico en llamas

Para entender El Salmón, hay que retroceder unos años. Tras la disolución de Los Rodríguez, Calamaro volvió a Argentina y lanzó Alta Suciedad (1997), un disco que lo posicionó como figura central del rock nacional, pero también lo enfrentó con ciertos sectores por sus letras polémicas.

Le siguió Honestidad Brutal (1999), grabado entre separaciones, noches eternas y cierta desesperanza existencial. Fue aclamado, sí, pero también desgastante. Con la gira terminada, Calamaro se encontró frente a un abismo: no sabía bien qué hacer con su vida ni con su carrera. Optó por desaparecer.

Y en ese aislamiento —entre fines de 1999 y los primeros días del 2000— encontró su refugio, su laboratorio y su condena.

Un encierro productivo y al límite

El plan era simple: escribir y grabar todo lo que saliera. Sin restricciones. Sin pensar si era publicable, si gustaba, si encajaba. Se encerró con el guitarrista Gringui Herrera y el letrista Marcelo Scornik. En una habitación escribían, en otra grababan. Nada de televisión, radio o diarios. Solo música, tabaco, algunas sustancias y la urgencia de crear.

En un solo día podían nacer hasta diez canciones. Además de material original, versionaron a Dylan, The Beatles, Marley, Spinetta y los Stones. Algunos dirían que era locura. Otros, que era libertad absoluta.

La intensidad del proceso fue tal que preocupó a su entorno. Calamaro adelgazó, dormía poco y vivía para grabar. “Era como estar poseído por la música”, diría después.

Una odisea creativa digna de Guinness

Cuando el encierro terminó, Calamaro partió a España con maletas repletas de demos. Llevaba más de 300 canciones. Entregó todo a la discográfica DRO. La reacción fue entre sorpresa y desconcierto. ¿Qué hacer con semejante material?

Tras una selección intensa, se eligieron 103 canciones que serían producidas en estudio. El disco —o más bien, los discos— incluían rock, reggae, tango, blues, soul. Canciones que iban de lo íntimo a lo delirante. Desde “Tuyo Siempre” hasta “Revolución Turra”, pasando por “El Salmón” y “Output Input”.

En paralelo, se lanzó una versión reducida, de solo 25 temas, más “amigable” para el mercado. Pero El Salmón original, el de los cinco CDs, fue el verdadero testamento.

La recepción: entre la crítica, el asombro y el desconcierto

¿Quién escucha 103 canciones de un tirón? Nadie. ¿Importa? Tampoco. Como él mismo decía: “El Salmón es más una novela que un disco”. Una obra fragmentada, con capítulos desiguales, pero unidos por una misma pulsión: ir contra la corriente. Hacer lo que nadie hace.

La crítica, como era de esperar, no supo bien qué decir. Algunos lo celebraron como un acto de valentía artística. Otros lo tildaron de ególatra, desmedido o inabarcable. Lo cierto es que El Salmón fue —y sigue siendo— un punto de quiebre.

¿Por qué sigue siendo relevante 25 años después?

Porque El Salmón no fue solo una rareza. Fue una declaración. En una época de fórmulas repetidas, Calamaro se tiró al río sin salvavidas. Apostó por la creación como forma de vida, sin pensar en rankings, reproducciones ni contratos.

Además, su actitud —tan borderline como romántica— inspiró a toda una generación de músicos que vieron en su ejemplo una forma de resistencia. No contra nadie en particular, sino contra el miedo a crear en libertad.

“Si te sorprende que escriba una canción por día, es porque los artistas suelen ser unos vagos”, le dijo al periodista Martín Pérez. Y esa frase, entre provocadora y honesta, lo pinta de cuerpo entero.

Una carrera después del final

Paradójicamente, la última canción de El Salmón se titula “Este es el final de mi carrera”. Pero fue solo el comienzo de otra etapa. Tras el lanzamiento, Calamaro volvió al silencio, evitó los escenarios y compuso otras 200 canciones que nunca publicó. Su desaparición fue tan comentada como su regreso, años después, con nuevos discos y giras multitudinarias.

Pero El Salmón quedó ahí, como un monumento a la desmesura. Como un testamento de lo que ocurre cuando un artista se deja llevar por la intuición, sin editar, sin filtro, sin miedo.

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